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Entrevistas

Tres entrevistas a Carlos Chávez, tomadas del libro: Hablar de Música (Conversaciones con compositores del Continente Americano), de José Antonio Alcaraz, serie Correspondencia, UAM-Iztapalapa, México, 1982, pp. 13-23

La Quinta y la Sexta Sinfonías de Chávez

El testimonio de Carlos Chávez sobre Silvestre Revueltas

Habla Chávez:
De acuerdo. Pero con una condición: que lo publique usted hasta después de mi muerte. ¿Entiende, verdad?

Sí, maestro, Y perdóneme por haber insistido tanto. Pero… me parece que es indispensable tener el testimonio directo de usted. Muchos han insistido en crear una rivalidad artificial entre Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. He llegado a oír incluso que usted lo obliga a beber porque le tenía envidia, porque pensaba que era mejor compositor. Creo que es necesario, indispensable, desmentir estos rumores.

¿Usted cree que son ciertos, José Antonio? Dígamelo francamente. Últimamente su punto de vista sobre la música de Revueltas ha cambiado mucho, ¿no es cierto?

Eso quiere decir que me lee usted…

Por supuesto. ¿Qué ya se le olvidó la carta que le mandé a Julio Scherer, en Excelsior?
(Ambos reímos con fuerza).

Sé que son absolutamente falsas. Tengo pruebas. Usted conoce mi enorme admiración, por razones muy distintas, por ambos. Si he cambiado, es porque creo entender ahora mejor a Revueltas. Creo que sólo ahora podemos darnos cuenta de muchos de sus aciertos. Pero no es mi opinión la que importa, sino la de usted. ¿Cómo lo conoció?
(Dos veces Chávez había rechazado el tema.Todavía al momento de escribir esto me pregunto cuál fue la razón para que finalmente aceptara).

Ricardo Ortega me llevó a Silvestre, en 1924. Era un muchacho de una enorme simpatía. Inmediatamente se inició una relación de afecto y comunicación.
Por esas épocas él sólo estaba por unos cuantos días en México. Tocaba en un cine de Chicago y traía su violín.
Era un gran violinista. Recuerdo en especial su interpretación, en esa época, de sonatas de Haendel y de Beethoven.
Varias veces tocamos juntos mi Sonatina para violín y piano.
Cuando nos despedimos, la entrevista fue muy cordial. Tenía que regresar a Chicago y no volvería a México sino en otras vacaciones.

¿En qué forma se inició su colaboración firme?

Cuando fundé la Orquesta y me nombraron director del Conservatorio la persona en que pensé fue Revueltas. En esa época tocaba en Alabama.
Después de muchas averiguaciones lo localicé y finalmente nos vimos en la Ciudad de México.
Aceptó entusiasmado: iba a ser subdirector de la Orquesta y también a dar clases en el Conservatorio.
No había escrito nada. Ninguna obra importante, al menos. Hablaba de ser compositor.
En la segunda temporada anuncié una obra de él que no se pudo estrenar porque no había hecho nada.
En esos momentos no se podía depender de él.

Pero actuó como solista, e incluso como director varias veces…

Sí, eso vino después, a partir del año siguiente.

El nuestro era un trabajo serio. Las condiciones eran tales que en esa época la Orquesta estaba formada por alumnos y profesores. Así trabajamos de 1928 a 1935. Hicimos juntos muchas cosas y siempre me preocupé porque Silvestre se superara; también me preocupé porque tuviera algo con qué vivir. No quiero decir que nuestros medios en la Orquesta hayan sido limitados. Pero las veíamos difíciles.

Varias veces “Chico” (Narciso) Bassols, que entonces estaba en la Secretaría de Educación, nos ayudó con un subsidio fuerte, otorgado con mucha generosidad y eso salvaba la situación. Siempre nos apoyó.

¿Y entonces, por qué ocurrió el distanciamiento? ¿Cómo se separaron?

Eso empezó a gestarse desde mi salida del Conservatorio. A todo los llamados “amigos” no los volví a ver. Lo único que le preocupaba era poder dejar un cheque como pensión para sus vidas, que hoy lo disfrutamos enormemente. No se imagina usted el cambio: empezaron a alabar a Silvestre, lo ponían por encima de las nubes. Cualquier cosa que él hacía era maravillosa. Y en vez de ayudarlo le hacían mucho daño.

En cambio, yo le insistía mucho en que tratara de pulir sus composiciones porque siempre me encontraba con las mismas cosas: muy bonitas pero poco interesantes. El flautín, la tuba… y eso ostinatos.
Esa repetición interminable de un pedal, siendo que él podía escribir mucho mejor sin necesidad de volver siempre a hacer las cosas iguales.

Las ideas eran buenas, pero me daba la impresión de que todo estaba hecho con mucha prisa. Sin embargo, estrenamos todas las obras que él escribió en esa época.

Entonces apareció la figura nefasta de Estanislao Mejía. Nosotros llamábamos “los viejitos” a todos esos anticuarios que naturalmente me guardaba un gran rencor por haberlos puesto en evidencia y haber cambiado todos los sistemas de enseñanza.

El y sus amigos vivían en el pasado y querían que no hubiera ningún cambio. Estaban empolvados y no me perdonaban haber cambiado todo. No me perdonaban el que yo hubiera ayudado a los muchachos para que tocaran sus obras (Chávez se refiere especialmente al “grupo de los Cuatro”: Moncayo, Galindo, Ayala y Contreras). Se dedicaron a dular a Silvestre, a decirle que era un genio y que yo lo odiaba. Lo invitaban seguido y con ellos bebía.

(Se hace una pausa. Chávez pesa sus palabras, pero sigue conservando el mismo tono acusatorio y me mira fijamente).

Al contrario, yo traté, hasta donde pude, de apartarlo de la bebida. Y debo decir que aunque sí… tomaba, cuando tenía que ser solista, especialmente, lo hacía en forma más moderada. Mejía y sus amigos vivían halagándolo.
Intentaron meterme varias zancadillas y al convencerse que era imposible, entonces decidieron crear una orquesta lamentable. Era una verdadera ruina, una basura. Usted se imagina: todo improvisado y con puros “viejitos”, porque mis músicos eran leales y tengo el orgullo de decir que ninguno se presentó para sus porquerías.

Le levantaron el cerebro a Silvestre y lo convencieron para que fuera director titular de esa orquesta ridícula, sabiendo que así me debilitaban y no porque creyeran sinceramente él era un buen músico o un gran director.
Hicieron algunos conciertos, pero por supuesto no pudieron armar temporadas formales que continuaran a través de los años. Llegaron incluso a intentar que nos retiraran el subsidio y se lo dieran a ellos; pero afortunadamente las autoridades no eran tontos y yo me moví como endemoniado para defender lo que era nuestro.

El resultado fue que no pudieron volver a hacer nada. Entonces la cosa tronó: “los viejitos” ya no apoyaron a Silvestre, ni le dijeron que era un genio ni nada; simplemente le volvieron la espalda y continuaron combatiendo en contra mía.

¿Se dio cuenta Revueltas de esto? ¿Supo usted qué pesaba él al respecto?

¿Sí, fue la última vez que nos vimos. En el lugar más embarazoso que pueda imaginarse: en el baño.

Fue el día del estreno de La madrugada del panadero, de Rodolfo (Halffter). Yo salía y él entraba. Era en el Teatro Fábregas. Estaba tomado, caminaba bamboleándose. Cuando me vio abrió los brazos y medio un abrazo. Me dijo:
“¡Me he portado como un cabrón contigo! Soy un hijo de la chingada. Pero te quiero mucho. Te voy a buscar. Vamos a vernos”.

Lo abracé conmovido y créame que no le tenía ningún rencor: en mí nunca hubo hacia él sino ríos de cariño.
Claro que había cosas suyas que molestaban.

No me gustaba que llegara tarde a los ensayos, ni que bebiera cuando tenía concierto. Busque la fecha, no ha de ser difícil encontrarla. No nos volvimos a ver… y, de pronto, un día a fines de ese mismo año, me avisaron que había muerto.

Me dolió mucho y aunque no he olvidado los desconciertos de 1935, sigo pensando que era muy buen músico y muy buen compositor.

No me gusta toda su música, pero hay obras magníficas: Sensemayá, Redes, los Cuartetos, las Canciones… ¿Va usted a buscar la fecha, verdad? (9 de Enero de 1940.)

Yo creo que esos que alaban a Silvestre sin hacerle ninguna crítica, ahora como entonces le hacen muy poco bien. Le hacen mucho daño. Su música es muy atractiva. La he tocado y la he dirigido muchas veces y no nada más en México. La Orquesta Sinfónica de México estuvo a su disposición siempre que él quiso para estrenar sus obras. Muchas veces lo comprometí anunciando un estreno de algo que no había escrito todavía, y así lo obligué a componer, como en el caso de Janitzio. Y ya ve… ya ve el resultado. Lo importante es que una música sea buena o mala y no las diferencias que podamos tener entre nosotros los músicos o los compositores.

(Contra lo que esperaba, Chávez no está molesto, triste o melancólico. Me toma del brazo y con gran cariño dice poniéndose de pie:)

Vamos a comer, afuera hace un sol espléndido.
Es verano…

Nueva York, miércoles 2 de junio de 1976.
Proceso., No. 92, agosto 7 de 1978